El nuevo libro de Karen Armstrong, la monja que perdió la fe, estudia el orígen de las religiones modernas para poner a Dios en su sitio y, de paso, a nosotros también
Introducción del libro La gran transformación de Karen Armstrong
Quizá cada generación crea que ha llegado a un momento decisivo de la historia, pero nuestros problemas parecen particularmente intratables, y nuestro futuro cada vez más incierto. Muchas de nuestras dificultades encubren una crisis espiritual mucho más profunda. Durante el siglo XX vimos la erupción de la violencia a una escala sin precedentes.
Por desgracia, nuestra capacidad de hacernos daño y matarnos unos a otros ha seguido el mismo ritmo que nuestro extraordinario progreso económico y científico.
Parece que carecemos de la sabiduría para controlar nuestra capacidad de agresión, y mantenerla dentro de unos límites seguros y apropiados. La explosión de las primeras bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki dejó al descubierto la autodestrucción nihilista que se esconde en el corazón de los logros más brillantes de la cultura moderna.
Nos arriesgamos a catástrofes ambientales porque ya no vemos la tierra como algo sagrado, sino sencillamente como un «recurso». A menos que vivamos algún tipo de revolución espiritual que pueda mantenerse al mismo nivel que nuestro genio tecnológico, es muy improbable que consigamos salvar nuestro planeta.
Una educación puramente racional no basta. Hemos averiguado, con enormes costes, que una gran universidad puede existir en el mismo espacio físico que un campo de concentración. Auschwitz, Ruanda, Bosnia, la destrucción del World Trade Center... todos estos hechos son oscuras epifanías que nos revelan lo que puede ocurrir cuando se pierde el sentido de la inviolabilidad sagrada de todo ser humano.
La religión, que se supone que debe ayudarnos a cultivar esa actitud, a menudo parece reflejar la violencia y desesperación de nuestros tiempos. Casi todos los días vemos ejemplos de terrorismo motivado por la religión, el odio y la intolerancia. Un creciente número de personas encuentra que las doctrinas y prácticas religiosas tradicionales son irrelevantes y carentes de credibilidad, y se vuelven hacia el arte, la música, la literatura, la danza, el deporte o las drogas para que les den las experiencias trascendentes que al parecer requerimos los seres humanos.
Todos buscamos momentos de éxtasis y de arrobamiento, cuando habitamos nuestra humanidad con más plenitud de lo acostumbrado, y nos sentimos hondamente conmovidos en nuestro interior y momentáneamente elevados por encima de nosotros mismos. Somos criaturas en busca de sentido y, a diferencia de otros animales, caemos fácilmente en la desesperación si no somos capaces de encontrar significado y valor a nuestras vidas.
Algunos buscan nuevas vías para ser religiosos. Desde la década de 1970 se ha dado un renacimiento espiritual en muchos lugares del mundo, y la piedad militante que a menudo llamamos «fundamentalismo» es sólo una manifestación de nuestra búsqueda posmoderna de iluminación.
En nuestra situación actual, creo que podemos encontrar inspiración en el período que el filósofo alemán Karl Jaspers denominó la era axial, porque fue decisiva para el desarrollo espiritual de la humanidad. (1) Desde más o menos el 900 hasta el 200 AEC* en cuatro regiones distintas vieron la luz las grandes tradiciones mundiales que han continuado nutriendo la humanidad: el confucianismo y taoísmo en China; hinduismo y budismo en la India; monoteísmo en Israel y racionalismo filosófico en Grecia. Fue el período de Buda, Sócrates, Confucio y Jeremías, los místicos de las Upanishadas, Mencio y Eurípides.
Durante este período de intensa creatividad, unos genios espirituales y filosóficos abrieron el camino a un tipo totalmente nuevo de experiencias humanas. Muchos de ellos trabajaban anónimamente, pero otros se convirtieron en luminarias que todavía nos llenan de emoción, porque nos muestran cómo debería ser un ser humano. La era axial fue uno de los períodos más influyentes de los cambios intelectuales, psicológicos, filosóficos y religiosos de la historia que recordamos; no habrá nada comparable hasta la Gran Transformación Occidental que crearía nuestra propia modernidad científica y tecnológica.
Pero ¿cómo podían aquellos sabios de la era axial, que vivieron en circunstancias tan distintas, hablar de nuestra situación actual?
¿Por qué volvernos hacia Confucio o Buda para encontrar ayuda? Desde luego, el estudio de ese período tan distante sólo puede ser un ejercicio de arqueología espiritual, cuando lo que necesitamos es crear una fe más innovadora que refleje las realidades de nuestro propio mundo. Y sin embargo, de hecho, no hemos sobrepasado hasta ahora la sabiduría de la era axial. En tiempos de crisis espiritual y social, hombres y mujeres han vuelto la vista constantemente hacia ese período en busca de guía. Quizás hayan interpretado los descubrimientos de la era axial de forma diferente, pero nunca han conseguido ir más allá de ellos. El judaísmo rabínico, el cristianismo y el islam, por ejemplo, son florecimientos tardíos de la era axial original. Como veremos en el último capítulo de este libro, estas tres tradiciones redescubrieron la visión axial y la trasladaron maravillosamente a un lenguaje que hablaba directamente a las circunstancias de su tiempo.
Los profetas, místicos, filósofos y poetas de la era axial estaban tan avanzados y su visión era tan radical que las generaciones posteriores tendieron a diluirla. En ese proceso, a menudo se produjo precisamente el tipo de religiosidad que los reformadores de la era axial querían evitar.
Creo que esto es lo que ha ocurrido en el mundo moderno. Los sabios de aquella era tienen un mensaje importante para nuestro tiempo, pero sus conocimientos resultarán sorprendentes (incluso increíbles) para muchos que hoy en día se consideran religiosos.
Por ejemplo, a menudo se da por supuesto que la fe consiste en creer ciertas proposiciones. En realidad resulta común llamar a la gente religiosa «creyentes », como si asentir con los artículos de fe fuese su principal actividad. Pero la mayoría de los filósofos de la era axial no tenían interés alguno en doctrinas o metafísicas. Las creencias teológicas de una persona eran un asunto que provocaba indiferencia total en alguien como el Buda.
Algunos sabios incluso se negaban categóricamente a discutir de teología, afirmando que aquello les distraía y resultaba perjudicial. Otros afirmaban que era inmaduro, irreal y perverso buscar ese tipo de certeza absoluta que mucha gente espera que le proporcione la religión.
Todas las tradiciones que se desarrollaron durante la era axial ampliaron enormemente las fronteras de la conciencia humana y descubrieron una dimensión trascendental en lo más hondo de su ser, pero no contemplaron ese hecho necesariamente como sobrenatural, y la mayoría de ellas incluso se negaron a discutir ese asunto. Precisamente, como la experiencia era inefable, la única actitud correcta era un silencio reverente. Los sabios, por supuesto, no buscaban imponer sus propios puntos de vista sobre esa realidad primordial a otras personas. Más bien al contrario: según creían, nadie debería adoptar enseñanzas religiosas como artículo de fe. Era esencial cuestionárselo todo, y probar empíricamente todas las enseñanzas recibidas mediante la experiencia personal. De hecho, tal y como veremos, si un profeta o filósofo empezaba a insistir en doctrinas obligatorias, normalmente era una señal de que la era axial había perdido su impulso. Si al Buda o a Confucio les hubiesen preguntado si creían en Dios, probablemente se habrían estremecido ligeramente y habrían explicado (con gran cortesía) que esa pregunta no era adecuada. Si alguien le hubiese preguntado a Amós o a Ezequiel si era «monoteísta», si creía en un solo Dios, se habrían quedado igual de perplejos. El monoteísmo no era el tema. Encontramos pocas afirmaciones inequívocas de monoteísmo en la Biblia, pero, curiosamente, la estridencia de algunas de esas afirmaciones doctrinales en realidad se aparta del espíritu esencial de la era axial.
Lo que importaba no era lo que uno creía, sino cómo se comportaba. La religión consistía en hacer cosas que te cambiaban a un nivel profundo. Antes de la era axial, los rituales y los sacrificios animales eran parte fundamental de la búsqueda religiosa. Se experimentaba lo divino en dramas sagrados que, como en una gran experiencia teatral de la actualidad, te conducían a otro nivel de existencia. Los sabios de la era axial cambiaron este hecho; seguían valorando los rituales, pero les daban un nuevo significado ético y ponían la moralidad en el corazón de la vida espiritual. La única forma de encontrar lo que ellos llamaban «Dios», «Nirvana», «Brahmán» o «el Camino», era vivir una vida compasiva. En realidad, la religión «era» compasión. Hoy en día damos por supuesto que antes de emprender una vida religiosa debemos comprobar a nuestra entera satisfacción que existe «Dios» o «lo Absoluto». Es una buena práctica científica: primero se establece un principio, y sólo luego se aplica. Pero los sabios de la era axial dirían que eso en realidad es poner el carro antes que el caballo. Primero hay que comprometerse a llevar una vida ética; luego, la benevolencia disciplinada y habitual, y no una convicción metafísica, será la que te ofrezca indicios de la trascendencia que buscabas.
Eso significa que hay que estar dispuesto a cambiar. Los sabios axiales no estaban interesados en proporcionar a sus discípulos una pequeña elevación edificante del espíritu, después de la cual podían volver con renovado vigor a sus vidas centradas en ellos mismos. Su objetivo era crear un tipo de ser humano totalmente distinto. Todos los sabios predicaban una espiritualidad de la empatía y la compasión; insistían en que la gente debía abandonar su egoísmo y su codicia, su violencia y su crueldad. No sólo estaba mal matar a otros seres humanos, sino que tampoco había que pronunciar palabras hostiles, ni hacer gestos de irritación. Más incluso, casi todos los sabios de la era axial se dieron cuenta de que no se podía limitar la benevolencia a tu propia gente: tu preocupación debía extenderse de algún modo a todo el mundo. De hecho, cuando la gente empezó a limitar sus horizontes y sus simpatías fue otra señal de que la era axial estaba tocando a su fin. Cada tradición desarrolló su propia formulación de la Regla de Oro: no hacer a los demás lo que no quieres que te hagan a ti. Por lo que se refería a los sabios de la era axial, la religión consistía en el respeto por los derechos sagrados de todos los seres, y no en la creencia ortodoxa. Si la gente se comportaba con amabilidad y generosidad con sus compañeros, podían salvar el mundo.
Necesitamos redescubrir ese ethos axial. En nuestra aldea global, no podemos permitirnos ya una visión provinciana, exclusiva. Debemos aprender a vivir y a comportarnos como si la gente de países que están muy lejos del nuestro fueran tan importantes como nosotros mismos. Los sabios de la era axial no crearon su ética compasiva en circunstancias idílicas. Cada tradición se desarrolló en sociedades como la nuestra, desgarradas por la violencia y la guerra como nunca antes había ocurrido. En realidad, el primer catalizador del cambio religioso normalmente era un rechazo de principio a la agresividad que los sabios contemplaban en su entorno. Cuando empezaban a buscar las causas de la violencia en la psique, los filósofos axiales penetraban en su mundo interior y empezaban a explorar un reino de experiencia humana desconocido hasta entonces.
El consenso de la era axial es testimonio elocuente de unanimidad en la búsqueda espiritual de la raza humana. Las gentes axiales averiguaron que la ética compasiva funcionaba. Todas las grandes tradiciones que se crearon en aquellos tiempos están de acuerdo en la importancia suprema de la caridad y la benevolencia, y eso nos dice algo importante acerca de nuestra humanidad. Encontrar que nuestra propia fe está en profundo acuerdo con otras es una experiencia de afirmación. Sin apartarnos de nuestra tradición, por tanto, podemos aprender de otros cómo mejorar nuestra búsqueda particular de una vida empática. No podemos apreciar los logros de la era axial si no nos familiarizamos con lo que había antes, de modo que tenemos que comprender la religión preaxial de la antigüedad primera. Ésta tenía unos rasgos comunes que serían muy importantes en la era axial. La mayoría de las sociedades, por ejemplo, tenían unas creencias primigenias en un Dios Excelso, que a menudo era llamado Dios del Cielo, porque se asociaba con el firmamento.(2) Como era bastante inaccesible, tendió a desvanecerse de la conciencia religiosa. Algunos dicen que «desapareció», otros que fue desplazado violentamente por una generación más joven de dioses más dinámicos. La gente normalmente experimentaba lo sagrado como una presencia inmanente tanto en el mundo que le rodeaba como dentro de sí mismos. Algunos creían que los dioses, hombres, mujeres, animales, plantas, insectos y piedras, todos compartían la misma vida divina. Todos estaban sujetos a un orden cósmico que todo lo abarcaba y lo mantenía todo con vida. Incluso los dioses tenían que obedecer ese orden, y cooperaban con los seres humanos en la preservación de las energías divinas del cosmos. Si éstas no se renovaban, el mundo se sumiría en un vacío primordial. El sacrificio de animales era una práctica religiosa universal en el mundo antiguo. Era una forma de reciclar las fuerzas diezmadas que mantenían vivo el mundo. Existía una fuerte convicción de que la vida y la muerte, la creatividad y la destrucción estaban inextricablemente entretejidas. La gente se daba cuenta de que sobrevivían sólo porque otras criaturas entregaban sus vidas en su beneficio, de modo que la víctima animal era honrada por su autosacrificio.(3) Como no podía haber vida sin tal muerte, algunos imaginaban que el mundo había llegado a existir como resultado de un sacrificio al principio de los tiempos.
Otros contaban historias de un dios creador que había matado a un dragón (símbolo común de lo informe y lo indiferenciado) para poner orden en el caos. Cuando reconstruían aquellos actos míticos en sus liturgias ceremoniales, los adoradores creían que se habían introducido en el tiempo sagrado. A menudo empezaban un nuevo proyecto realizando un ritual que representaba la cosmogonía original, para dar a su frágil actividad mortal una infusión de fortaleza divina. Nada podía permanecer si no estaba «animado» o dotado con un «alma» de esa forma.(4) La religión antigua dependía de lo que se ha dado en llamar la filosofía perenne, porque estaba presente, de alguna forma, en la mayoría de las culturas premodernas. Cada persona, objeto u experiencia en la tierra era una réplica, una pálida sombra de una realidad en el mundo divino.(5) El mundo sagrado era, por tanto, el prototipo de la existencia humana, y como era mucho más rico, fuerte y resistente que ninguna otra cosa sobre la tierra, hombres y mujeres deseaban con desesperación participar en él. La filosofía perenne es todavía un factor clave, hoy en día, en la vida de algunas tribus indígenas. Los aborígenes australianos, por ejemplo, experimentan el reino sagrado del Tiempo Soñado como algo mucho más real que el mundo material. Tienen breves atisbos del Tiempo Soñado cuando duermen o en momentos de visiones; es eterno y «omnipresente». Forma un telón de fondo perpetuo tras la vida corriente, que se ve constantemente debilitada por la muerte, el flujo, el cambio incesante. Cuando un australiano va a cazar, ajusta su conducta tan estrechamente a la del Primer Cazador que se siente totalmente unido a él, captado por su realidad mucho más potente. Después, cuando se aparta de la riqueza primordial, teme que el dominio del tiempo le absorba, y le reduzca a la nada a él y a todo lo que hace.(6) Ésa era también la experiencia de los pueblos de la antigüedad. Sólo cuando imitaban a los dioses en rituales y abandonaban la solitaria y frágil individualidad de sus vidas en el tiempo actual existían de verdad.
Alcanzaban su verdadera humanidad cuando dejaban de ser sólo ellos mismos, y repetían los gestos de otros.(7) Los seres humanos son profundamente artificiales.(8) Luchan constantemente por mejorar su naturaleza y aproximarse a un ideal. Aun en los tiempos presentes, cuando ya hemos abandonado la filosofía perenne, la gente sigue como esclavos los dictados de la moda e incluso violentan sus caras y sus cuerpos para reproducir los modelos actuales de belleza. El culto a las celebridades muestra que todavía reverenciamos a unos modelos que personifican la «suprahumanidad». A veces la gente se desvive por ver a sus ídolos, y notan una sensación de euforia y bienestar en su presencia. Imitan sus ropas y su conducta. Parece que los seres humanos tienden de forma natural hacia el arquetipo y lo paradigmático. Los sabios axiales desarrollaron una versión más auténtica de esta espiritualidad y enseñaron a la gente a buscar el propio ser ideal y arquetípico en su propio interior.
La era axial no era perfecta. Un grave defecto era su indiferencia hacia las mujeres. Esas espiritualidades se desarrollaron casi todas en entornos urbanos, dominados por el poder militar y la actividad comercial agresiva, donde las mujeres tendían a perder el estatus del que habían disfrutado en una economía más rural. No existen sabias axiales, y aunque a las mujeres se les permitía tener un papel activo en la nueva fe, normalmente se las dejaba a un lado. No es que los sabios axiales odiasen a las mujeres, sino que la mayor parte del tiempo sencillamente ni se fijaban en ellas. Cuando hablaban del «hombre grande» o «iluminado » no se referían a «hombres y mujeres»... aunque la mayoría de ellos, si se les hubiese cuestionado, probablemente habrían admitido que las mujeres eran capaces también de esa liberación.
Precisamente, como la cuestión de las mujeres es tan secundaria para la era axial, me he dado cuenta de que cualquier discusión sostenida sobre este tema es una distracción. Cuando he intentado abordarla, me ha parecido que no venía al caso. Sospecho que merece un estudio por sí solo. No es que los sabios axiales fuesen misóginos empedernidos, como algunos de los padres de la Iglesia, por ejemplo. Eran hombres de su tiempo, y tan preocupados por la conducta agresiva de los de su propio sexo que raramente concedían un solo pensamiento a las mujeres. No podemos seguir a los reformadores axiales de una forma servil; en realidad, hacerlo sería violar de forma fundamental el espíritu de la era axial, que insistía en que ese tipo de conformidad situaba a la gente en una versión inferior e inmadura de sí mismos. Lo que podemos hacer es ampliar a todos el ideal axial de preocupación universal, incluyendo el sexo femenino. Cuando intentamos recrear la visión axial, debemos poner también sobre la mesa los mejores logros de la modernidad.
Los pueblos axiales no evolucionaron de forma uniforme. Cada uno se fue desarrollando a su ritmo. A veces consiguieron una sabiduría que era realmente digna de la era axial, pero luego la abandonaron. La gente de la India siempre estuvo a la vanguardia del progreso axial. En Israel, profetas, sacerdotes e historiadores se aproximaron al ideal esporádicamente, a tropezones, hasta que se vieron exiliados en Babilonia en el siglo VI y experimentaron un breve e intenso período de extraordinaria creatividad. En China se dio un progreso lento y constante, hasta que Confucio desarrolló la primera espiritualidad axial plena a finales del siglo VI. Desde el principio los griegos fueron en una dirección completamente distinta de los demás pueblos.
Jaspers creía que la era axial era más contemporánea de lo que fue en realidad. Él pensaba, por ejemplo, que Buda, Lao Tse, Confucio, Mozi y Zoroastro vivieron más o menos al mismo tiempo. Los eruditos modernos han revisado esa cronología. Ahora sabemos con seguridad que Zoroastro no vivió durante el siglo VI, sino que es una figura mucho más temprana. Resulta muy difícil datar algunos de estos movimientos con precisión, especialmente en la India, donde había muy poco interés por la historia, y no se hacía ningún intento de llevar un registro cronológico preciso. La mayoría de los orientalistas están de acuerdo actualmente, por ejemplo, en que Buda vivió un siglo entero más tarde de lo que antes se creía. Y Lao Tse, el sabio taoísta, no vivió durante el siglo VI, como asumía Jaspers. En lugar de ser contemporáneo de Confucio y Mozi, casi con toda seguridad vivió en el siglo III. He intentado mantenerme al corriente de los debates eruditos más recientes, pero hasta el momento muchos de esos datos son puras especulaciones, y probablemente nunca los conoceremos con seguridad.
Pero a pesar de estas dificultades, el desarrollo general de la era axial nos da una visión de la evolución espiritual de ese ideal tan importante. Seguiremos ese proceso cronológicamente, siguiendo el progreso de los cuatro pueblos axiales uno junto al otro y examinando la nueva visión que iba tomando raíces gradualmente, para luego subir hasta alcanzar un punto álgido y finalmente desvanecerse al acabar el siglo III. Sin embargo, ése no fue el final de la historia. Los pioneros de la era axial habían puesto los cimientos sobre los que otros podrían construir. Cada generación intentaría adaptar esas visiones originales a sus propias circunstancias peculiares, y ésa debe ser nuestra tarea hoy en día.
1. Karl Jaspers, The Origin and Goal of History, Londres, 1953, págs. 1-70 (trad. cast.: Origen y meta de la historia, Barcelona, Altaya, 1995).
* A menos que se especifique lo contrario, todas las fechas son «antes de la era común».
2. Mircea Eliade, Myths, Dreams and Mysteries: The Encounter Between Contemporary Faiths and Archaic Realities, Londres, 1960, págs. 172-178 (trad. cast.: Mitos, sueños y misterios, Madrid, Grupo Unido de Proyectos y Operaciones, 1991); Wilhelm Schmidt, The Origin of the Idea of God, Nueva York, 1912.
3. Walter Burkert, Homo Necans: The Anthropology of Ancient Creek Sacrificial Ritual and Myth, Berkeley, Los Ángeles, y Londres, 1983, págs. 16-22; Joseph Campbell y Bill Moyers, The Power of Myth, Nueva York, 1988, págs. 72-74 (trad. cast.: El poder del mito, Barcelona, Salamandra, 1991).
4. Eliade, Myths, Dreams and Mysteries, págs. 80-81; Mircea Eliade, The Myth of the Eternal Return, or, Cosmos and History, Princeton, 1959, págs. 17-20 (trad. cast.: El mito del eterno retorno, Madrid, Alianza, 2000).
5. Eliade, Myth of the Eternal Return, págs. 1-34.
6. Huston Smith, The World's Religions: Our Great Wisdom Traditions, San Francisco, 1991, pág. 235 (trad. cast.: Las religiones del mundo, Barcelona, Kairós, 2005).
7. Eliade, Myth of the Eternal Return, págs. 34-35.
8. Jaspers, Origin and Goal of History, pág. 40.
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Entrevista a Karen Armstrong: "La violencia no interesó a los fundadores de las grandes religiones"
Dios no va a la guerra
"Los cruzados y los terroristas usan a Dios para estampar un sello sagrado en los prejuicios humanos", asegura en una entrevista Karen Armstrong.
La ex monja británica y especialista en historia de las religiones publica un nuevo libro, La gran transformación, y critica la manipulación política de las grandes creencias.
Karen Armstrong se dedica al estudio de las religiones como terapia a una enojosa frustración juvenil que la llevó a renunciar a su fe católica. De familia irlandesa, criada en Birmingham (Reino Unido), tenía vocación de monja y, con 17 años, entró en un convento. Colgó los hábitos siete años después. En 1984, el británico Channel 4 le encargó un programa sobre San Pablo con un equipo israelí. En Tierra Santa se interesó por el judaísmo y el islam, ampliándolo al budismo, hinduismo y otras tradiciones asiáticas. Sus ensayos sobre Dios y biografías de Mahoma y Buda, entre otros, son obligatorios para comprender los pilares contemporáneos. Ahora se edita en España La gran transformación: el mundo en tiempos de Buda, Sócrates, Confucio y Jeremías (Paidós), donde se remonta a la "era axial" en busca de las raíces comunes a las grandes religiones que alumbren el futuro. "Debemos aceptar las diferencias sin forzar a ser como nosotros", aconseja, a sus 62 años en su domicilio de Londres.
PREGUNTA. ¿Qué importancia tiene la "era axial", entre los años 900 y 200 antes de Cristo, designado por Karl Jaspers?
RESPUESTA. Tiene una fuerte relevancia. La religión se asocia a menudo con la violencia y el dogmatismo, pero ambos no interesaron a los fundadores de las grandes religiones. Y, en muchos casos, una repulsión a la violencia fue el catalizador de los cambios religiosos.
P. ¿Cómo se perdieron los valores para que haya gente que mate en nombre de Dios?
R. Todas las ideologías se distorsionan por el egoísmo, la avaricia, la ambición y el egocentrismo. Somos esencialmente egocéntricos, pero, de llegar al otro lado del ego, se entra en una fase alternativa de conciencia; dios, nirvana, brahmán o sagrado. Los sabios axiales coinciden en que la compasión es la mejor forma de superar el ego.
Pero la gente no quiere ser compasiva, prefiere llevar la razón.
P. ¿Cree en la verdad absoluta?
R. Nunca se puede definir la verdad suprema, porque lo que llamamos dios va más allá de las palabras y los conceptos. El peligro es la gente que encaja a dios en el sistema humano. Los cruzados, los inquisidores y los terroristas actuales dicen que dios está de su lado. Es un dios creado a su propia imagen. En la historia se ha utilizado a dios para estampar con un sello sagrado los prejuicios humanos.
P. ¿El miedo y la sospecha han suplantado a la compasión?
R. Sí, miedo y, en el mundo musulmán, acompañado de un sentimiento de injusticia por cómo se les trata desde el periodo colonial. De esa época parten la mayoría de nuestros problemas. Utilizamos Oriente Próximo como gasolineras de crudo barato. Promocionamos a líderes en contra de la voluntad del pueblo. Crece la desesperanza y muchos musulmanes identifican el conflicto árabe-israelí como símbolo de un mundo hostil.
P. ¿Recela de la cruzada democrática lanzada por EE UU?
R. La democracia es un buen sistema, pero no puede imponerse con tanques y armas. Debe emanar de un pueblo que se sienta libre. Los poderes occidentales no quieren democracia en todo Oriente Próximo. Hamás ha sido democráticamente elegido, y Occidente debe aceptarlo. Les estamos diciendo: democracia para nosotros sí; para vosotros no.
P. ¿Avanzamos hacia un choque de civilizaciones?
R. No, pero nos esmeramos por crearlo. Irak es una catástrofe absoluta y aún no hemos visto todo. La mayoría de los americanos no admira nada de los musulmanes y éstos, la libertad de Occidente, según una encuesta Gallup, realizada en Estados Unidos y en diez países musulmanes. Nosotros también admiramos la libertad, así que no hay un choque. Significativo en el sondeo es que los musulmanes destacaron la falta de respeto por el islam y la interferencia en sus asuntos entre lo que más les molesta de Occidente.
P. ¿Cuál es su posición en el debate europeo entre integración o asimilación de los inmigrantes?
R. Hay mucha intolerancia en ambos lados, acrecentada por la situación internacional y el ambiente de hostilidad en la cultura receptora. Como en Francia, donde nadie está autorizado a llevar velo. Cuando se prohíbe a las mujeres cubrirse con un pañuelo, se apresuran en masa a ponérselo. En EE UU y en el Reino Unido utilizan el hiyab para disociarse de sus gobiernos. Cuando yo era monja, nadie me pidió que me quitara el velo.
Las monjas son de nuestro bando; el velo musulmán es del otro.
P. Es difícil comparar el velo y el hábito en sociedades cristianas.
R. El velo no es necesariamente hostil a la mujer. Ninguna mujer debería verse obligada a ponerse nada que no desee. Mi hábito era incómodo, caluroso y poco higiénico. Pero también liberador puesto que nunca tuve que preocuparme del maquillaje, el peinado o la ropa. Aquí se utiliza el cuerpo femenino para vender productos y hay una masiva industria que fuerza a mantener la silueta. Antes de señalar con el dedo las normas de otras culturas, deberíamos analizar las nuestras. Con el velo, la musulmana reacciona en contra de estos valores occidentales. Prefieren cubrirse en vez de revelar todo al exterior. Alcanzar la modernidad bajo sus cánones y no imitando a las occidentales. Estos movimientos religiosos están entresacando un punto oscuro de la modernidad, un aspecto de la ética moderna que no es del todo correcto.
P. ¿Es posible reconciliarse?
R. Sí, no forzando a nadie a parecerse a nosotros, aceptando las diferencias. Nos enorgullecemos de ser justos, tolerantes y compasivos, pero en mayor o menor medida, somos islamafóbicos.
"El estudio es mi religión"
En los años setenta, Karen Armstrong renegó de la fe cristiana, defraudada de la "crueldad" de la Iglesia en los siete años que vistió el hábito.
"Me resultaría muy difícil regresar a la Iglesia bajo este Papa o el anterior", advierte. "Aunque", añade, "ninguna religión es mejor. En su base todas enseñan la ética de la compasión y cada una tiene su propio genio particular, sus defectos e imperfecciones". "Mi religión es el estudio, mis rezos son mis estudios", afirma esta mujer que ha enfocado su vida a la lectura y diseminación del pensamiento religioso. "Dedico seis o siete horas al día a estudiar los textos y experimento momentos de sobrecogimiento, asombro y júbilo, como quien escucha una buena pieza de música. Es una forma reconocida de espiritualidad. Se me puede ver como una convaleciente. Así me recupero de mi enojo con la religión".
En el Reino Unido pocos han contribuido como Armstrong -ella menciona al príncipe Carlos- a defender el islam y promocionar una mejor comprensión de las sociedades musulmanas. "Lo más extraordinario del mundo actual es que todos podemos aprender de las religiones de los demás. Los cristianos pueden aprender mucho del budismo, que hace hincapié en la práctica y la compasión y no habla de teología porque lo considera una pérdida de tiempo. El Corán también señala que discutir de cuestiones teológicas, particularmente en tono enfurecido, arruina la religión".
Fuente: Entrevista de Lourdes Gómez en El País (15/09/07)
La escritora Karen Armstrong Jerry Bauer UK
A los 17 años, Karen Armstrong se convirtió en monja. Siete años más tarde lo dejó para convertirse en filóloga y estudiar las muchas caras de Dios. "No pude entregarme a Él como lo hacían las otras", explica en sus memorias. Curiosamente, la escritora renegada recuperó la fe años más tarde, escribiendo la biografía de Mohammed, sólo que no de la manera habitual. Si fuera músico, los críticos la llamarían "francotiradora". Ella se define ahora como una "monoteísta freelance".
"Jesús no pasaba el tiempo sermoneando sobre la trinidad, el pecado original o las encarnaciones", explicaba en una entrevista. "En el Corán, la especulación metafísica se rechaza como un ejercicio de autoindulgencia". Armstrong rechaza las religiones organizadas porque han perdido de vista lo esencial y recurre a un conocimiento profundo de las religiones a lo largo de la historia para cimentar su individualidad frente a lo divino. "La regla de oro -explica- de Confucio a Israel, es 'No hagas a otros lo que no quieres que te hagan a tí'". Karen Armstrong tiene tantos detractores entre los católicos como los ateos. Por suerte para ella, persiguiéndola confirman sus teorías sobre el radicalismo espiritual.
En su último libro (cuyo primer capítulo ponemos a disposición de los lectores), titulado La gran transformación (Paidós, 2007), Armstrong examina el pensamiento y doctrina de Confucio, Buda, Sócrates, Jeremías, Ezequiel y los místicos desconocidos del Upanishad, en busca de las raices comunes de las cuatro religiones modernas que explican el orígen del mundo en que vivimos. Su visión racional sobre la necesidad de lo trascendente sobre la afiliación fanática a las organizaciones religiosas es refrescante y necesaria en un tiempo en que la fé vuelve a ser el opio del pueblo y el espejo más conveniente de la colonización territorial.
* La gran transformación
Los grandes teólogos cristianos, musulmanes y judíos llegaron a la conclusión de que era mejor creer que Dios no existe porque nuestra idea de existencia es demasiado pobre para él. "La religión -dice- es un trabajo duro". Ella lleva casi veinte libros buscándo y no tiene intención de parar.
Entre la razón y la compasión
En su nuevo libro, Karen Armstrong analiza las figuras de Buda, Confucio, Sócrates y Jeremías, y sus enseñanzas en India, China, Grecia e Israel.
Su conclusión es clara: la religión que declare la guerra a la razón moderna sufrirá la derrota de la fe que proclama.
Y a su vez, la sociedad laica que prescinda de los saberes religiosos se verá gravemente dañada.
Con motivo de la publicación de uno de sus últimos libros, The Sunday Times se refería a la británica Karen Armstrong (1944) en estos términos: "Posee un talento deslumbrante; es capaz de abordar un tema complejo y reconducirlo a sus aspectos esenciales, sin caer en simplificaciones".
Es, tal vez, la mejor caracterización que se puede ofrecer de esta "monja fugitiva", como ella misma se autocalifica, aludiendo así a los siete años de rígida vida monacal que pasó en un convento de la Sociedad del Sagrado Niño Jesús. Abandonado el convento, Karen Armstrong emprendió una vida, también "rígida", de estudio, docencia e investigación. Fue decisivo el viaje que, en 1984, la condujo a Jerusalén. A partir de esta fecha se centró en un gran proyecto de investigación:
el estudio de las grandes tradiciones religiosas de la humanidad, especialmente de las monoteístas: judaísmo, cristianismo e islamismo.
Hoy es ya una voz imprescindible. La avalan títulos de resonancia mundial como Una historia de Dios; Jerusalén, una ciudad y tres religiones; El islam; Los orígenes del fundamentalismo en el judaísmo, el cristianismo y el islam, y La gran transformación, obra que hoy presentamos.
Karen Armstrong no predica ninguna religión. Sólo pretende que impere la lucidez en todas ellas. De ahí que las estudie y analice con detenimiento, intentando desvelar sus lejanos orígenes y narrar, con notable objetividad, su milenaria historia, ambigua y ejemplar a la vez.
Considera que las religiones monoteístas -no sólo el islam- han desarrollado una forma agresiva de fe frente a la cultura laica moderna. Y, como Kant, Armstrong piensa que una religión que declare la guerra a la razón moderna no podrá, a la larga, salir victoriosa.
Ése es un camino que conduce inexorablemente a la derrota de la fe. Pero puede haber más derrotados. "Occidente", escribe Armstrong, "también tiene un problema". También la moderna cultura laica occidental puede resultar gravemente dañada si prescinde de sabidurías -religiosas- más antiguas que ella.
"Una educación puramente racional no basta", sentencia nuestra autora. La cultura heredera del Siglo de las Luces no debería rechazar ninguna luz, aunque sea religiosa y venga acompañada de las inevitables sombras que el paso del tiempo se encarga siempre de acumular.
Al final de La gran transformación, su autora deja constancia de que vivimos en un mundo trágico donde no hay respuestas sencillas. Si las religiones aportan sentido a ese mundo roto, sean bienvenidas. Y hay algo innegable: en el fondo de todas las religiones anida la compasión, sin la cual la supervivencia de la humanidad no parece fácil ni viable. Parece, pues, que un encuentro educado y amable entre la razón de Occidente y la compasión de las religiones no perjudicaría a ninguna de las partes.
La actitud combativa debería hacer sitio al diálogo y al entendimiento.
En La gran transformación, obra que lleva por subtítulo El principio de nuestras tradiciones religiosas, la autora emprende un largo, original y fascinante viaje.
Llama "gran transformación" a aquella impresionante revolución espiritual que Karl Jaspers denominó "tiempo-eje" o "era axial" de la humanidad. Se trató de un tiempo decisivo para el devenir de las culturas y de las religiones. Jaspers habla incluso de una "tercera fundación de la humanidad" (la primera sería la "hominización" y la segunda "el surgimiento de las grandes culturas").
Según Karen Armstrong, hubo que esperar hasta el siglo XVI para vivir una nueva época axial: la que supuso la "revolución científica" que transformó el mundo. Esta vez todo se debió al genio científico occidental. Sus "héroes" fueron Newton, Freud y Einstein.
La otra, la que estudia Armstrong, fue cosa de genios espirituales de la talla de Buda, Sócrates, Confucio, Jeremías, los místicos de los Upanishad, Platón, Aristóteles y algunos otros.
Se trató de un periodo prolongado. Modificando la cronología de Jaspers, Armstrong lo sitúa entre los años 900 y 200. El escenario fueron cuatro regiones muy diferentes de la tierra en las que aparecieron las grandes tradiciones mundiales que continúan alimentando a millones de seres humanos:
confucianismo y taoísmo en China;
hinduismo y budismo en la India;
monoteísmo en Israel, y
racionalismo filosófico en Grecia. La era axial conocerá un segundo, tardío, florecimiento:
el judaísmo rabínico, el cristianismo y el islamismo.
La aventura que espera al lector de esta voluminosa obra es, creo, apasionante. Ante sus ojos irán desfilando excelentes retratos de los sabios axiales empeñados en descubrir cómo debería ser un ser humano. Eran gentes que andaban constantemente "buscando algo más".
Tal vez fue esa permanente inquietud la que los convirtió en guías fiables, en orientadores filosóficos, en maestros espirituales. De hecho, el paso del tiempo los ha respetado. Hasta ahora no hemos superado la sabiduría de la era axial. Una sabiduría que se concretaba en descubrimientos tan "sencillos" como éstos:
la vida es más importante que las teorías;
el ser humano trasciende lo que le rodea;
existe la experiencia de lo inefable -el misterio- y su escucha silenciosa;
los rituales y los sacrificios, tan propios de la era preaxial, han sido desplazados por la ética;
el acceso a lo que los sabios axiales llamaban Dios, Nirvana, Brahman o "el Camino" pasa por una vida compasiva;
en realidad, la religión era compasión, empatía, benevolencia universal, regla de oro sin fronteras;
rechazo de la agresividad, de la violencia, de la guerra y hasta de las miradas hostiles; prevalencia de lo personal sobre lo grupal,
de la interioridad sobre la llamada del exterior.
Y un largo etcétera.
Eso sí: no hay luces sin sombras.
La era axial no se enteró de que había mujeres.
No hay sabias axiales.
El motivo, según Karen Armstrong, no hay que buscarlo en la misoginia, sino en la más perfecta de las indiferencias frente al género femenino.
Cuando se hablaba de "grandes hombres" no se incluía ciertamente a hombres y mujeres. Y es que, probablemente, casi todas las grandes espiritualidades de la era axial se desarrollaron en entornos urbanos, dominados por el poder militar y la actividad comercial agresiva;
en tales escenarios, las mujeres tendían a perder el estatus del que habían disfrutado en una economía rural.
Finalmente: este libro, como todos los de Armstrong, es de alta divulgación y de estilo literario sobrio y atractivo. Sus lectores, además de aprender mucho, disfrutarán no poco.