La libertad que os espera es la muerte.' (...) pese a algunas apariencias en sentido contrario, el desconocimiento, el menosprecio del valor moral del trabajo era y es consustancial al mito fascista en todas sus formas. Bajo todo militarismo, colonialismo, corporativismo, encontramos la voluntad precisa, por parte de una clase, de aprovecharse del trabajo ajeno y de negarle, al mismo tiempo, todo valor humano." Primo Levi
La única forma de lidiar con un mundo sin libertad, es
convertirse en completamente libre ya que entonces tu propia existencia
es un acto de rebelión Albert CAMUS
PROLOGO DEL LIBRO:
El silencio de los corderos, el grito de quien no lo es
«Unos esclavos… ¿felices? ¿Y además libres? Pero ¿qué diablos es esto?», me dije al ver el título. «¡Ah, debe de ser aquello de “la servidumbre voluntaria” de que hablaba La Boétie, el amigo de Montaigne», pensé, creyendo que se trataría de un nuevo alegato contra los males que despellejan a este mundo nuestro cada vez más absurdo, a esta sociedad aborregada que nos asfixia y contra la que yo mismo llevo combatiendo desde hace tantos años.
Un alegato legítimo, necesario. Y sorprendente, me dije mientras hincaba los incisivos en las primeras páginas. Sorprende, por ejemplo, que la bazofia esa a la que llaman «arte» contemporáneo sea considerado no ya como un mal entre muchos otros, sino como la más sintomática, la más significativa de las desventuras que afligen a la única época de toda la Historia «capaz —escribe Portella— de colocar la fealdad ahí donde los hombres habían colocado siempre la belleza».
Ese punto de partida define y acota lo que el lector irá encontrando a lo largo de libro, que es, desde luego, un profundo alegato contra los males de la modernidad, pero que no recurre para ello a los habituales varapalos asestados contra el materialismo y la vulgaridad del hombre contemporáneo.
No cabe duda de que Portella ha bebido, y mucho, en la fuente que nutre a toda la corriente de pensamiento que, desde Nietzsche hasta diversos autores de hoy, pasando por Spengler, Jünger, Heidegger…, e incluyendo a nuestro Ortega, ha puesto en la picota la concepción moderna del mundo. Pero si estas páginas beben en tal fuente —la del Kulturpessimismus, por darle un nombre consagrado—, también se diferencian profundamente de dicho «pesimismo cultural». A pesar de que en este libro, trenzado de paradojas, se despliega la más despiadada crítica de nuestros tiempos sombríos, también se celebra aquí todo lo que de luminoso puede brillar en tales tiempos. Resuena en él, cierto, un indignado grito de rabia y desesperanza, pero también es todo un grito de esperanza lo que en ellas se alza.
¿Se trataría entonces de abandonar el «pesimismo» y sus desengaños para caer en el «optimismo» y sus complacencias?
No, en absoluto. Nadie asegura aquí que los esclavos hoy sometidos a la adoración del dios dinero y de la diosa materia vayan mañana a romper sus cadenas. Nadie pretende que vayan a acabar viviendo envueltos en la belleza y la plenitud de una existencia radiante de sentido.
Nadie asegura tales cosas por la sencilla razón de que lo único que cabe asegurar, cuando del mundo y de los hombres se trata, es que no existe seguridad alguna. Durante siglos, sin embargo, no sólo hemos pretendido, sino que hemos anhelado como locos todo lo contrario. Durante dos milenios hemos vivido mecidos por el gran ensueño que hoy se ha desmoronado: el de creer que el destino de los hombres y del mundo —la Historia— puede desplegarse sobre rieles firmes y seguros, marchar, cualesquiera que sean los obstáculos, por vías que llevan a un destino tan diáfano como preestablecido de antemano.
¿Qué otra cosa, si no, es la parusía cristiana, el fin de los tiempos, la creencia en una vida eterna y sobrenatural? ¿Qué otra cosa, si no, era la sociedad igualitaria y feliz que prometía el comunismo? ¿Qué otra cosa, si no, es el constante, inacabable progreso que, en el mundo burgués, proclama la diosa Razón?
Tal es el sueño milenario —el «señuelo», lo llama Portella— que se ha desvanecido en nuestros días. Son sus ruinas lo que constatamos o, como mínimo, entrevemos. Es a un mundo asentado sobre el vacío, carente de cimientos, abierto al tiempo y al cambio, a lo que nos aboca la modernidad, o más exactamente la «posmodernidad» en la que estamos hoy sumidos.
Hoy, cuando «Dios ha muerto» y la religión, recluida en el ámbito de lo privado, ha dejado de ser signo de los tiempos; cuando el comunismo ha acabado apareciendo ante todos como la monstruosidad que siempre fue; cuando la Razón, aplastando todo lo que de misterioso y maravilloso tienen las cosas, ha acabado conduciendo a los monstruos, así sean de dulce pelaje, que el sueño de la Razón engendra.
Tal es el desafío que se alza ante el hombre moderno: «el hombre de las suelas de viento», como lo llamaba Rimbaud. Tal es nuestro reto: el de quienes sabemos (o entrevemos) que «no hay camino, sino estelas en la mar»; el de quienes experimentamos que «no hay camino», que sólo se hace camino al andar».
¿Andamos todavía o estamos varados en un lodazal? ¿No estamos como paralizados ante la inmensidad de un reto que constituye —tal es la tesis central del libro— la grandeza oculta de nuestro tiempo?
Una grandeza que, más que oculta, queda destruida, convertida en miseria, en el instante mismo en que se empieza a vislumbrar su oscura y paradójica luz.
Grandeza y miseria de una época capaz, por ejemplo, de instituir —escribe Portella— «la libertad de pensamiento… y de convertir a ésta en la inanidad del pensamiento», transformándose «la pluralidad de opciones en la vaporosa vacuidad en la que nada es verdad ni mentira».
Grandeza y miseria de unos tiempos que habiendo liberado de la culpa y el pecado «la carne gloriosa de la sexualidad», han acabado convirtiéndola «en carne trivial y vulgar, desprovista de arrebato, emoción y pasión».
Grandeza y miseria de unos hombres que sólo son capaces de «alcanzar el más alto bienestar nunca conocido a condición de perder el bien-ser de su espíritu».
Grandeza y miseria de quienes, «aboliendo privilegios de cuna, ofreciendo a todos la más amplia igualdad de oportunidades», han acabado sumiéndolo todo «en el igualitario rasero que aniquila cualquier noción de dignidad y de excelencia», envolviéndolo todo en esa aristofobia que tantas veces, por mi parte, he denunciado.
Grandeza y miseria, en fin, de unos tiempos que «habiendo derrocado la soberanía emanada de Dios y radicada en el Soberano», la han sustituido «por la soberanía procedente del Dinero y ubicada en el Mercado».
Pero no basta con constatar tales desdichas. Lo esencial es preguntarse: ¿por qué?
¿Por qué tanta necedad, tanto absurdo? ¿Por qué cuando podríamos conocer la más alta grandeza, la mayor plenitud, por qué cuando nuestra libertad, nuestros conocimientos, nuestro bienestar han llegado a dimensiones nunca conocidas, lo malbaratamos todo y nos quedamos más míseros que nunca?
¿Tan necios somos?
No, responde Portella en este ensayo. No es una cuestión de necedad. Tampoco de maldad. Haberlas, haylas, por supuesto; como siempre las ha habido y siempre las habrá. Pero ni la necedad ni la maldad son cuestión decisiva. La clave hay que buscarla en nuestra debilidad.
En la debilidad de quienes, enfrentados al más grande de los desafíos, carecen, hoy por hoy, de la fuerza y del arrojo necesarios para sostener todo lo que de incierto, arriesgado y maravilloso implica la aventura de la libertad. La verdadera, la libertad de los hombres que, sabiéndose finitos, inciertos y mortales, se lanzan al alta mar en la que ningún puerto —instituido por Dios o fijado por la Razón— les espera.
Escasos son quienes hoy se lanzan a ello. ¿Serán más numerosos algún día? Semejante aventurarse, semejante lanzarse a la alta mar del mundo, ¿se convertirá alguna vez en la marca misma de los tiempos?
Para saberlo, para conocer cómo se responde aquí a tal pregunta —sin duda crucial—, no puedo sino invitar al lector a que se adentre en estas páginas en las que la reflexión filosófica se entrelaza, por si lo dicho fuera poco y de por sí no bastase, con una escritura marcada por la garra poética, la ironía y el humor. FERNANDO SÁNCHEZ DRAGÓ
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La esclavitud es anterior al moderno imperio angloholandés, pero no
es anterior al Imperio. Es la esencia misma del Imperio. El descenso de
la inmensa mayoría de la raza humana a la categoría de “propiedad
subhumana” está en el corazón de la oligárquica visión olímpica del
mundo. El uso imperial de la esclavitud se remonta, al menos, a los días
de Babilonia. Se defendió abiertamente en los escritos de Aristóteles.
Todo el Derecho Romano es explícito sobre los derechos de propiedad de
los dueños de esclavos, y el imperio romano fue construido y mantenido
con la mano de obra esclava.
Hacia los siglos 12 y 13, la trata de esclavos fue una de las mayores
empresas en el Mediterráneo, y el jugador dominante era el Imperio
veneciano. Venecia era el mercado de esclavos del mundo. En los años que
siguieron al Concilio de Florencia, la primera defensa jurídica
sistemática de la esclavitud se encuentra en los escritos de los
salmantinos, cuyo trabajo consistía en justificar la expansión masiva de
la esclavitud por el Imperio Español. Más tarde, esos argumentos se
repetirían por Grocio y John Locke en sus defensas de las prácticas de
los imperios holandés y británico.
Al mismo tiempo, el sometimiento económico de las poblaciones define
la esencia de la esclavitud humana, tanto como la institución jurídica
de la esclavitud misma. Después de la caída de Roma, el sistema feudal
de Diocleciano condenó a la población de la Europa medieval a una
servidumbre hereditaria, tal vez incluso peor que la esclavitud legal.
En el siglo XIX, el patriota americano Henry Carey diseccionó las
políticas económicas coloniales de los británicos en Irlanda y la India,
y demostró de manera concluyente que se trataba de facto, si no de
jure, de la esclavitud de decenas de millones. La institución de la
esclavitud no es algo que existió en un “escenario” de la historia del
hombre, una “etapa” que hemos superado ahora. No representa una parte de
la cultura humana que ahora hemos reconocido como el mal. Nunca fue
parte de la cultura humana.
Fue un principio del Imperio. La degradación de un gran número de
personas a la esclavitud legal o de hecho es una práctica necesaria del
Imperio. La esclavitud, de hecho, probablemente es el axioma más básico
de las perspectivas del Imperio.
Considera lo siguiente:
Los imperios españoles, portugueses, holandeses y británicos fueron
construidos y mantenidos por el trabajo esclavo. Sólo 11 años después
del primer viaje de Cristóbal Colón, un real decreto español legalizó la
trata de esclavos y la importación de esclavos en el nuevo mundo. Entre
1500 y 1650 España y Portugal dominaron el tráfico de esclavos, en un
principio con la mayoría de los esclavos yendo a las minas de oro y
plata de México y América del Sur. En 1600 la gran mayoría iba a las
plantaciones de azúcar, añil, tabaco y arroz de Brasil y el Caribe.
El primer barco de esclavos oficial holandés navegó en 1606, cinco
años después de la fundación de la VOC. En 1621 la Dutch West India
Company se fundó, con su propósito principal el de desafiar el control
de España y de Portugal sobre el comercio de esclavos africanos. Esto se
logró a mediados de siglo, a medida que el holandés tomó la mayor parte
de las fortalezas de esclavos españolas y portuguesas en África
Occidental. A los holandeses también se les dio el Asiento de Negros por
la Corona española. Este era un monopolio legal sobre el derecho a
importar esclavos en las colonias españolas, que eran el mayor mercado
de esclavos en el mundo. Los holandeses tuvieron el Asiento hasta 1713,
cuando se le dio a los británicos en el Tratado de Utrecht. Por 1676 los
holandeses estaban vendiendo 15.000 esclavos por año en las Américas.
El vasto imperio holandés en Asia también se basaba en la esclavitud.
La Compañía Holandesa de las Indias Orientales tomó esclavos por
decenas de miles en África oriental, Madagascar, Nueva Guinea,
Filipinas, Malasia e Indonesia. En 1700, la población de la capital de
la VOC en Batavia era de un 52 por ciento de esclavos. En Ciudad del
Cabo era el 42 por ciento, Colombo – 53 por ciento, y Makassar – 66 por
ciento. Un imperio global … construido sobre la esclavitud.
Después de 1713, el nuevo imperio con sede en Londres sería el
próximo en demostrar lo aficionados que sus predecesores habían sido.
Según la mayoría de las fuentes, el 70 por ciento de todos los esclavos
procedentes de África entre 1500 y 1850, fueron enviados entre 1700 y
1800. Este fue el pináculo del sistema de esclavitud global.
También fue el período en que los británicos tenían un monopolio en
el comercio. El récord se estableció en 1768, cuando la asombrosa cifra
de 110.000 seres humanos fueron tomados de África y vendidos como
esclavos. Y, por supuesto, fueron los británicos que trajeron la
esclavitud a sus colonias de América del Norte. Bajo el amigo de Paolo
Sarpi, Edwin Sandys, la Compañía de Virginia llevó a los primeros
esclavos a Jamestown en 1618, y la primera subasta de esclavos pública
se llevó a cabo en 1638. En 1715, el veinticuatro por ciento de la
población de Virginia eran esclavos.
Entre 1450 y 1850, al menos 20 millones de africanos fueron llevados
ya sea como esclavos o asesinados como resultado de la trata de
esclavos. Según el historiador W.E.B. Du Bois, entre 1600 y 1800, cerca
de 12 millones de esclavos fueron traídos a las Américas, por un total
de alrededor del 60 por ciento (es decir, la mayoría) de toda la
emigración transatlántica. Este es el legado del Imperio. Esto es lo que
los aristócratas británicos llaman la benevolente “difusión de la
civilización.”
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