Hoy nos encontramos ante las puertas de uno de nuestros templos de las finanzas. Es un templo en el cual la codicia y los beneficios son el bien supremo, donde el valor de cada cual es determinado por su capacidad de amasar riqueza y poder a costa de otros, donde las leyes se manipulan, se reescriben y se violan, donde el ciclo infinito del consumo define el progreso humano, donde el fraude y los crímenes son los instrumentos de los negocios.
Desdeñan o ignoran los gritos de los que se encuentran debajo de ellos.
Nos quitan nuestros derechos y nuestra dignidad y frustran nuestra capacidad de resistencia. Tratan de convertirnos en prisioneros en nuestro propio país.
Ven a los seres humanos y al mundo natural como simples mercancías a ser explotadas hasta el agotamiento o el colapso.
El sufrimiento humano, las guerras, la pobreza, todo es el coste de los negocios.
Nada es sagrado. El Señor de los Beneficios es el Señor de la Muerte.
Los fariseos de las altas finanzas que nos pueden ver esta mañana desde sus cubículos y sus oficinas en las esquinas se burlan de la virtud. La vida para ellos sólo tiene que ver con el provecho propio.
El sufrimiento de los pobres no les preocupa.
Las 6 millones de familias expulsadas de sus casas no les preocupan.
Los decenas de millones de jubilados cuyos ahorros para la jubilación fueron borrados por el fraude y la deshonestidad de Wall Street no les preocupan.
Que no se llegue a detener las emisiones de carbono no los preocupa. La justicia no los preocupa. La verdad no les preocupa. Un niño hambriento no los preocupa.
Fiódor Dostoyevski en “Crimen y Castigo” concibió el mal absoluto tras el anhelo humano no como algo ordinario, sino extraordinario, como el deseo que permite que hombres y mujeres sirvan sistemas de autoglorificación y pura codicia.
En la novela Raskolnikov cree –como los que están en este templo– que el género humano puede dividirse en dos grupos. El primero se compone de gente común. Esa gente común es humilde y sumisa. Hace poco más que reproducir a otros seres humanos según su propia imagen, envejecer y morir. Y Raskolnikov desprecia esas formas inferiores de vida humana.
El segundo grupo, cree, es extraordinario. Son, según Raskolnikov, los Napoleones del mundo, los que desprecian el derecho y las costumbres, los que desgarran las convenciones y tradiciones para crear un futuro más refinado, más glorioso. (psicopatas)
Raskolnikov argumenta que, aunque vivimos en el mundo, podemos liberarnos de las consecuencias de vivir con otros, consecuencias que no siempre estarán a nuestro favor. Los Raskolnikovs del mundo ponen una fe desenfrenada y total en el intelecto humano.
Desdeñan los atributos de compasión, empatía, belleza, justicia y verdad. Y esa visión demencial de la existencia humana conduce a Raskolnikov a asesinar a una prestamista y a robar su dinero.
Cuando Dante entra en la “ciudad doliente” en el Infierno oye los gritos de “aquéllos cuyas vidas no han devengado ni honor ni mala fama”, los rechazados por el Cielo y el Infierno, los que dedicaron sus vidas solo a la búsqueda de la felicidad.
Son los “buenos”, los que nunca hicieron líos, los que llenaron sus vidas de búsquedas vanas y vacías, inofensivas tal vez, para divertirse, que nunca adoptaron una posición ante nada, nunca arriesgaron nada, sólo fueron comparsas. Nunca analizaron críticamente sus vidas, nunca sintieron la necesidad, nunca quisieron ver. Los sacerdotes de estos templos corporativos, en nombre del beneficio, matan aún con más inclemencia, fineza y astucia que Raskolnikov.
Las corporaciones dejan que 50.000 personas mueran cada año porque no pueden pagar una atención médica adecuada. Han matado a cientos de miles de iraquíes y afganos, palestinos y paquistaníes, y lo contemplaron alegremente mientras se cuadruplicaba el precio de las acciones de los contratistas de armamentos.
Han convertido el cáncer en una epidemia en los campos de carbón de Virginia Occidental donde las familias respiran aire contaminado, beben agua envenenada y ven que las Montañas Apalaches se vuelan para convertirlas en un páramo desolado mientras las compañías carboneras pueden ganar miles de millones de dólares.
Y después de saquear el tesoro de EE.UU., esas corporaciones demandan, en nombre de la austeridad, que eliminemos programas de alimentos para niños, ayuda para la calefacción y ayuda médica para nuestros ancianos, y la buena educación pública.
Demandan que toleremos una clase inferior permanente que dejará a uno de cada seis trabajadores sin trabajo, que condena a decenas de millones de estadounidenses a la pobreza y que arroja a los enfermos mentales a las rejillas de calefacción. Los que no tienen poder, aquellos a quienes las corporaciones consideran ordinarios, se les tira a un lado como basura humana. Es lo que exige el dios del mercado.
Y los que persiguen los arco iris brillantes de la sociedad del consumo, los que apoyan la ideología pervertida de la cultura del consumo se convierten, como sabía Dante, en cobardes morales. Son adoctrinados por nuestros sistemas corporativos de información y se mantienen pasivos mientras nuestros poderes legislativo, ejecutivo y judicial del gobierno –instrumentos del Estado corporativo– nos despojan de la capacidad de resistir.
Demócratas o republicanos, liberales o conservadores. No hay diferencia.
Barack Obama sirve los intereses corporativos con la misma diligencia que George W. Bush.
Y colocar nuestra fe en algún partido o institución establecida como mecanismo de reforma es dejarnos hipnotizar por las sombras de celuloide en la pared de la caverna de Platón.
Debemos desafiar la jerigonza de la cultura del consumo y recuperar la primacía de la piedad y la justicia en nuestras vidas. Y esto requiere valor, no solo valor físico sino también, lo que es mucho más difícil, valor moral de escuchar nuestra conciencia. Si tenemos que salvar a nuestro país, y a nuestro planeta, debemos pasar de exaltar el ego a incorporar el ego de nuestro prójimo.
El autosacrificio desafía la enfermedad de la ideología corporativa. El autosacrificio destruye los ídolos de la codicia y de la envidia. El autosacrificio demanda que nos alcemos contra el abuso, el agravio y la injusticia que nos imponen los mandarines del poder corporativo. Hay una profunda verdad en la admonición bíblica: “El que ama su vida la perderá”.
La vida no sólo tiene que ver con nosotros. Nunca podremos tener justicia hasta que nuestro prójimo tenga justicia. Y nunca podremos recuperar nuestra libertad hasta que estemos dispuestos a sacrificar nuestro confort a la rebelión abierta.
El presidente nos ha decepcionado.
Nuestro proceso de democracia electoral nos ha decepcionado.
No quedan estructuras o instituciones que no hayan sido contaminadas o destruidas por las corporaciones. Y esto significa que todo depende de nosotros. La desobediencia civil, que significa penurias y sufrimientos, que será larga y difícil, que esencialmente significa autosacrificio, es el único mecanismo que queda.
Los banqueros y los gerentes de los fondos de alto riesgo, las elites corporativas y gubernamentales, son la versión moderna de los israelitas descaminados que se prostraron ante el becerro de oro.
La chispa de la riqueza brilla ante ellos, impulsándolos más y más rápido por la rueda de molino hacia la destrucción.
Y tratan de hacer que nos postremos ante su altar. Mientras nos inspire la codicia, la codicia nos mantendrá como cómplices y en silencio.
Pero una vez que desafiemos la religión del capitalismo desinhibido, una vez que exijamos que una sociedad sirva las necesidades de los ciudadanos y que el ecosistema sustente la vida, en lugar de las necesidades del mercado, una vez que aprendamos a hablar con una nueva humildad y a vivir con una nueva simplicidad, una vez que amemos a nuestro prójimo como a nosotros mismos, romperemos nuestras cadenas y haremos que la esperanza sea perceptible.
Christopher Lynn Hedges
es periodista, autor y corresponsal de guerra estadounidense, especializado en políticas y sociedades de EE.UU. Medio Oriente. Su libro más reciente es Death of the Liberal Class (2010).
Fuente: http://www.truthout.org/throw-
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