miércoles, 15 de octubre de 2008

Los accidentes de automóvil: una matanza calculada



Antonio Estevan
http://www.iigov.org/seguridad/
 


Los accidentes de tráfico mortales han sido considerados hasta hace muy poco tiempo como una consecuencia inevitable de la existencia de los automóviles, cuya utilización se supone imprescindible para el desenvolvimiento económico y social en el mundo moderno. Nunca se ha planteado, en consecuencia, la posibilidad de atribuir responsabilidades globales sobre tales muertes a ningún estamento económico o institucional. Sin embargo, en los últimos años se han producido avances significativos en la comprensión del problema de los accidentes de tráfico, que pueden abrir el camino a la identificación de claras responsabilidades industriales: se perfila la idea de que las "matanzas" diarias del tráfico son algo muy distinto a una acumulación de fatalidades de responsabilidad individual, que es como son presentadas por las industrias interesadas y por las administraciones competentes.
Las investigaciones más recientes están indicando cada vez más claramente la inutilidad de muchas de las medidas típicas de la ingeniería de seguridad vial. Según estos nuevos enfoques, los logros reales conseguidos en algunos países en materia de seguridad personal respecto al automóvil se han debido a la maduración cultural de la población, mucho más que a las modificaciones técnicas introducidas en automóviles y carreteras.
Uno de los mitos de la seguridad vial más difundidos desde la industria del automóvil es el que asocia vehículos nuevos con mayor seguridad, lo que justifica la presión para el cambio de automóvil que se ejerce sobre los propietarios de vehículos. En 1992 se publicó un estudio realizado durante tres años sobre 204.000 vehículos en Noruega, que demostraba que el paso por la ITV no tenía influencia alguna en la accidentalidad de los vehículos
Durante tres años se monitorizó en Munich la accidentalidad de dos grupos de taxis idénticos en todos los aspectos, excepto en la disponibilidad de frenos ABS. Los resultados mostraron que la accidentalidad de los vehículos dotados de frenos ABS fué ligeramente superior a la de los vehículos que no contaban con este sistema.
Otra investigación sobre 211.000 vehículos demostró que los vehículos nuevos sufren más accidentes con víctimas que los viejos, dada la mayor sensación de seguridad que inducen en los conductores


Viajar nunca fue tan peligroso Nota 1 ]

Desde la antigüedad, los peligros que acechan al viajero han sido contemplados como algo consustancial al viaje. En todas las culturas, la épica legendaria abunda en narraciones de viajes realizados por muy diversos motivos (exploraciones, desafíos, huidas, conquistas), en cuyo transcurso los héroes viajeros se van enfrentando a sucesivos infortunios y desafíos.
Los peligros narrados en los viajes legendarios solían derivar de las fuerzas de una Naturaleza siempre violenta, y de la hostilidad de los moradores de los territorios atravesados, ya fueran hombres, bestias, o seres mitológicos de cualquier clase. Por su escaso interés narrativo, los peligros que hoy calificaríamos como "accidentes de transporte" -naufragios, ahogamientos cruzando ríos, despeñamientos, etc.- solían recibir escasa atención en las leyendas de viajes, aunque en realidad estos peligros eran los más tangibles, y los que ocasionaban la mayor parte de las muertes.
La historia del transporte es en buena medida la historia del empeño de los seres humanos por mejorar la seguridad de sus desplazamientos. A los poderes establecidos competía la tarea del mantenimiento del orden en las rutas de transporte -exterminio de alimañas, control de grupos hostiles, represión del bandidaje y la piratería, etc.-, y a los técnicos y profesionales del transporte correspondía la creación de vehículos e infraestructuras crecientemente seguros para el desenvolvimiento de las actividades de transporte.
Así, el avance en la seguridad del transporte ha sido incesante a lo largo de la historia de la humanidad. En la era moderna la inseguridad intrínsecamente asociada al viaje fue trocándose en una creciente seguridad, obtenida mediante la mejora tecnológica y el establecimiento de normas estrictas de operación de los sistemas de transporte. Sin embargo, este proceso histórico de ganancia de seguridad en el transporte se truncó en los albores del siglo XX, con la aparición del automóvil. Tanto la frecuencia como la gravedad de los accidentes de transporte, que habían venido descendiendo lenta pero firmemente a lo largo de los siglos, volvieron a incrementarse en los países en los que se introdujo el automóvil, a un ritmo que no se había visto nunca con anterioridad en toda la historia humana.
Entre los pocos datos históricos disponibles sobre la accidentalidad terrestre pre-automovilística se cuenta con algunos registros de Inglaterra y Gales. Hacia 1840, la mortalidad en accidentes de circulación en ambos territorios parece que se situaba por encima de los 1.500 muertos al año, incluyendo caídas de caballos, atropellos y todo tipo de accidentes en carruajes. La aparición de nuevos vehículos no motorizados, como la bicicleta, y sobre todo el ferrocarril, trajo consigo un espectacular incremento de la movilidad, pero al mismo tiempo ayudó a reducir la mortalidad: en 1870, ya con el ferrocarril ampliamente desarrollado, hubo unas 1.400 muertes en ambos territorios.
En 1910 se registraron menos de 1.200 muertos en los transportes no motorizados y ferroviarios, pese al sensible incremento de población, y a la rápida elevación de la movilidad individual. No obstante, hacia esa fecha la cifra total de muertos del transporte terrestre ya había comenzado a elevarse, rozando los 1.600, pues el recién introducido automóvil causó en ese año unos 400 muertos[Care on the road, 1986], pese a su todavía muy escasa difusión. A partir de entonces, la escalada de muertes en el Reino Unido fue vertiginosa: en 1930 se registraron 3.722 muertes sólo de peatones atropellados por automóviles, y la mortalidad viaria siguió creciendo hasta que, a principios de la década de los 70, en las calles y carreteras del Reino Unido llegaron a morir 8.000 personas al año.
Un proceso similar se fue registrando en todos los países que iban accediendo a la motorización masiva, cuyo ritmo se aceleró tras la reconstrucción post-bélica en los países de la OCDE. En los años cincuenta, los muertos anuales en accidentes de tráfico en el mundo ya se contabilizaban por cientos de miles, pero esas cifras, circunscritas en su mayor parte a los países desarrollados, eran todavía muy modestas en comparación con lo que vendría poco después.
En efecto, en las últimas décadas del siglo XX la entrada de los llamados "países en desarrollo" en el proceso de motorización masiva comenzó a disparar las cifras de la accidentalidad vial. La combinación de un rápido aumento del parque de vehículos, con unos recursos muy limitados para seguridad, mantenimiento viario y vigilancia, comenzó a hacer verdaderos estragos en amplias regiones de África, Asia y Latinoamérica. Las reducciones de la accidentalidad que se lograron a partir de los años ochenta en algunos países desarrollados resultaron insignificantes frente al incremento de la accidentalidad en los países en desarrollo.
Aunque las estadísticas de algunas regiones mundiales son poco fiables, parece que a mediados de la década de los ochenta ya se había superado el medio millón de víctimas mortales al año, a escala mundial. En 1990 se alcanzaban los 700.000, y el Informe de 1999 de la Organización Mundial de la Salud [WHO, 1999] estimaba en 1.171.000 las muertes por accidentes de tráfico en todo el mundo en 1998. Los accidentes de automóvil son ya la décima causa de muerte a nivel mundial, y la novena amenaza para la vida humana, según el indicador de "años potenciales de vida saludable perdidos", que utiliza la OMS para evaluar el daño global causado por una enfermedad.
Sin embargo, las perspectivas para el futuro inmediato son todavía más sombrías. La Federación Internacional de la Cruz Roja y el Creciente Rojo, en su Informe Mundial de Catástrofes de 1998, señalaba que en el año 2020, los accidentes de tráfico pueden llegar a situarse en tercer lugar entre todas las causas de muerte e incapacidad. Durante la presentación de este informe en junio de 1998 en Nueva Delhi, la presidenta de la Federación, Dra. Heiberg, calificó la situación de «catástrofe oculta» [International Federation of Red Cross and Red Crescent, 1998], y urgió a la comunidad internacional a la adopción de medidas urgentes.
En amplias regiones mundiales, la situación está quedando rápidamente fuera de control. En China mueren ya diariamente más de 200 personas, pese a que el inmenso país está apenas iniciando su proceso de motorización. En el conjunto de los países en desarrollo están registrados apenas un tercio del total de los automóviles del mundo, pero en ellos se acumulan más de las tres cuartas partes de los muertos mundiales, con una especial incidencia sobre los peatones: en los países en desarrollo, entre un 30 y un 50 por ciento de los muertos, según los países, son peatones o ciclistas que mueren atropellados por automóviles.
En 1998, un estudio realizado por la Universidad de Harvard, por encargo del Banco Mundial y la OMS [Murray y López, 1998], analizaba las repercusiones económicas mundiales de los accidentes. Las conclusiones apuntaban hacia un coste actual del orden de 500.000 millones de dólares, rápidamente creciente, en especial en los países en desarrollo, los cuales pierden por esta causa un volumen de recursos muy superior al monto que reciben en concepto de Ayuda al Desarrollo. Los análisis prospectivos indicaban que en el año 2020 la atención a las víctimas de accidentes de tráfico podría llegar a consumir el 25 por ciento de todos los recursos sanitarios mundiales, condicionando severamente la viabilidad financiera de las políticas globales de salud.
En poco más de un siglo (el primer peatón muerto lo fue en 1896, y el primer conductor en 1898), la industria del automóvil ha prosperado como nunca antes lo había logrado ninguna actividad económica en la historia, pero este éxito industrial se ha conseguido a costa de crear un problema sanitario, económico y humano de proporciones sin precedentes, que ya es, de hecho, uno de los más graves a los que tiene que enfrentarse globalmente la sociedad en el siglo XXI.

De las políticas nacionales de seguridad vial del siglo XX a la nueva «seguridad vial global» del siglo XXI

Ante la magnitud que está alcanzando el desastre, existe el riesgo de que determinadas reacciones sociales puedan entorpecer la expansión al conjunto del planeta del modelo de transporte basado en el automóvil privado, tal y como se logró imponer durante el siglo XX en los países desarrollados. Esta expansión global, que actualmente todavía se encuentra en un estado muy incipiente, constituye una de las principales áreas de negocio mundiales para las primeras décadas del siglo XXI: se maneja la perspectiva de vender más de mil millones de automóviles en los países en desarrollo en el primer cuarto del nuevo siglo.
Una evolución descontrolada de la accidentalidad podría comprometer estas expectativas de negocio. Para evitar esta eventualidad, el Banco Mundial ha impulsado la creación de un partenariado global para intervenir sobre el problema de la seguridad vial a escala mundial. La organización encargada de esta tarea fue creada en febrero de 1999, con el nombre de «Global Road Safety Partnership», y a ella se han incorporado hasta el momento cerca de ochenta entidades, con predominio de organizaciones internacionales y gubernamentales del sector del transporte o de otras áreas económicas, y con importante presencia de grandes constructoras de automóviles y otras corporaciones privadas interesadas directa o indirectamente en el sector del automóvil.
No es difícil pronosticar cúal va a ser la línea de actuación de esta entidad, y de otras similares que irán surgiendo en los próximos años. Existen precedentes en la historia del automóvil de este tipo de iniciativas, impulsadas más o menos abiertamente desde la industria automovilística para hacer frente a las reacciones sociales que aparecen inexorablemente en las fases iniciales de los procesos de motorización masiva. Cuando el espacio público en el que se desarrollan la mayor parte de las funciones sociales y comerciales de las sociedades tradicionales comienza a ser invadido por los automóviles, arruinando estas actividades y provocando infinidad de muertes por atropello, las reacciones sociales no se hacen esperar, y los poderes establecidos deben reaccionar de alguna manera.
Esto ocurrió en algunos países de motorización temprana, como el Reino Unido, en los años anteriores a la segunda guerra mundial, cuando la proliferación de automóviles extendió la inseguridad por calles y carreteras, provocando miles de muertos y obligando a los ciudadanos a cambiar profundamente sus pautas de movilidad, y a renunciar prácticamente por completo a la utilización del espacio público.
Ante el cariz que tomaban los acontecimientos, incluyendo manifestaciones y otras expresiones de rechazo popular hacia los automóviles, la organizaciones interesadas (industria automovilística, industria de las obras públicas, departamentos gubernamentales, cuerpos técnicos, clubs de automovilistas, etc., cuya coalición en diversas formas configura el llamado lobby del automóvil), se vieron obligadas, ya desde las primeras décadas del siglo XX, a elaborar y sistematizar una cierta respuesta técnica que permitiera presentar soluciones, o al menos esperanzas de posibles soluciones futuras, frente a la creciente preocupación social por los accidentes de automóvil. Así se fue construyendo lo que hoy en día se denomina "Teoría de la Seguridad Vial" [Adams, 1985], que de hecho es una especialidad de la Ingeniería de Seguridad Vial.
Todo el discurso de la ingeniería de seguridad vial ha sido construido sobre la hipótesis de que la expansión del automóvil es un imperativo social, esto es, asumiendo que los seres humanos desean ardientemente disponer de más automóviles, más confortables y más rápidos, y desean también acceder en ellos al mayor número posible de lugares con la mayor velocidad posible.
Independientemente de que existan o no estos deseos universales -y de que, en la medida en que existan, sean espontáneos y consustanciales al ser humano, como asegura la industria del automóvil, o bien sean sencillamente construcciones mediáticas y culturales creadas por ella misma-, su aceptación como premisa básica para la organización del transporte conduce necesariamente a poner en circulación millones de vehículos de gran masa y velocidad, conducidos en su inmensa mayoría por conductores no profesionales, atravesando zonas habitadas y circulando en proximidad los unos de los otros. Es fácil comprender que la situación que se genera de este modo es intrínsecamente insegura para las personas. Desde el punto de vista de la seguridad personal, un análisis elemental del problema así planteado conduce directamente a recomendar el establecimiento de limitaciones lo más estrictas posible del número de automóviles en circulación, y de los espacios en que se autoriza su uso.
La ingeniería de seguridad vial, como disciplina técnica impulsada desde el entorno de los intereses económicos ligados al automóvil, nació para evitar que esta formulación obvia del problema de la inseguridad acarreada por la motorización masiva se trasladase a la escena de lo político. En tal caso, inevitablemente hubiera acabado generando severas normativas de regulación para reducir drásticamente las víctimas, como ha ido ocurriendo a lo largo del desarrollo de la industrialización en otros ámbitos comparables, como el de los accidentes laborales, o sin salir del ámbito del transporte, con la regulación de la seguridad en la aviación comercial o en los ferrocarriles.
En el hipotético escenario de un proceso político democrático y transparente, sin interferencias publicitarias ni corporativas, ni siquiera hubiera sido descartable el establecimiento de ciertos grados de prohibición legal del uso del automóvil, como ha ocurrido con la tenencia de armas en los países culturalmente desarrollados, o está ocurriendo más recientemente con el tabaco. Cualquiera de estas evoluciones hubiera supuesto enormes reducciones de volumen de negocio en los diversos mercados de bienes y servicios ligados al automóvil.
Con la ayuda de la ingeniería de seguridad vial, este peligro ha sido conjurado, al menos hasta el momento. El sector del automóvil ha conocido una expansión fulgurante en los países desarrollados durante el siglo XX, y se apresta a dar un nuevo salto en el siglo XXI sobre bases demográficas de demanda incomparablemente superiores.
En este gigantesco negocio, a la ingeniería de seguridad vial tradicional se le ha confiado la protección de la integridad de los automovilistas y peatones durante el siglo XX. El saldo de su aplicación se ha estimado en unos 30 millones de muertos y varios cientos de millones de heridos, buena parte de ellos discapacitados de por vida. Viajar nunca había sido tan inseguro en toda la historia de la humanidad, pero ciertamente, el negocio del transporte nunca había alcanzado cotas ni remotamente parecidas. Aún así, conforme se vaya aplicando en el mundo en desarrollo la nueva «global road safety» del siglo XXI, muchos añorarán los registros de víctimas del siglo anterior, pero no las cifras de negocio, que continuarán evolucionando en paralelo con las víctimas.
1. El peligro y el riesgo: confusiones interesadas
Para transformar la inseguridad del automóvil en seguridad vial, los estamentos técnicos del lobby del automóvil han construido una profunda manipulación de los conceptos de peligro y riesgo, como fundamento imprescindible para soportar posteriormente todo el edificio técnico y normativo de la ingeniería de seguridad vial, cuyo conjunto de elaboraciones técnicas, trasladado al ámbito normativo y administrativo, es presentado socialmente como la «política de seguridad vial».
El concepto de peligro está definido de modo inequívoco en el diccionario como «situación de la que puede derivar un daño para una persona o cosa» o como «aquello que puede ocasionar un daño o mal». Por su parte, el riesgo es definido como «contingencia o posibilidad de que suceda un daño, desgracia o contratiempo», o como «probabilidad de un daño futuro», o también como «posibilidad de que ocurra un suceso, cuya probabilidad suele ser medible»[Enciclopedia Larousse, 1981]. Existe, por consiguiente, una clara distinción semántica entre ambos vocablos: el peligro es una situación de hecho, mientras que el riesgo es una probabilidad.
El peligro que suponen los automóviles para las personas deriva del hecho de que el cuerpo humano no está preparado para soportar las colisiones o impactos de diversas clases que pueden provocar los automóviles a partir de ciertos umbrales de velocidad. En términos físicos, ocurre que el organismo humano no puede absorber sin daños la energía mecánica entregada por tales colisiones. En consecuencia, es la propia existencia de automóviles circulando por encima de esos umbrales de velocidad la que constituye en sí misma el peligro. Y el grado de peligro reinante será proporcional al número de automóviles en circulación, y a su energía cinética, que es a su vez proporcional a la masa de los automóviles y al cuadrado de su velocidad.
En suma, al aumentar el número de automóviles, su masa, y su velocidad, aumenta el peligro creado por la circulación. Pero resulta que la prosperidad de la industria del automóvil depende del aumento simultáneo y constante de estos tres factores, esto es, de la venta de más automóviles, más grandes, y más potentes. Como dijo Lee Iacocca, el famoso gestor de empresas automovilistas que salvó a Chrysler de la quiebra en los años ochenta, "coches pequeños significan beneficios pequeños".
La ingeniería de seguridad vial protege la expansión del automóvil de los eventuales cuestionamientos sociales o políticos que se podrían derivar del constante incremento del peligro que viene asociado a esa expansión. Expresándolo de otro modo, la ingeniería de seguridad vial administra el incremento del peligro generado por la expansión del automóvil, presentándolo de forma que sea percibido como algo tolerable por el cuerpo social. Para ello, apoya exclusivamente las técnicas que actúan por el lado del riesgo, tratando de reducir la probabilidad de que el creciente peligro de los automóviles se materialice proporcionalmente en daños sobre las personas y las cosas.
Un accidente de circulación no es sino un fallo en el control del movimiento de uno o varios automóviles. La probabilidad de que ocurra ese fallo es lo que se denomina técnicamente «riesgo de accidente». La ingeniería de seguridad vial intenta desarrollar medidas técnicas que reduzcan el riesgo de accidente, y que suavicen las consecuencias de aquellos accidentes que pese a todo se acaben produciendo. Estas medidas intentan modificar el entorno técnico del automóvil (infraestructuras, equipamiento de los vehículos, cualificación de los conductores, etc.), según criterios que se supone que reducen el riesgo. En síntesis, en materia de accidentes de automóvil se asiste a una interminable carrera entre el aumento del peligro provocado por la expansión del automóvil (más automóviles, más grandes y más veloces) y la reducción del riesgo mediante la aplicación de las técnicas de la ingeniería de seguridad vial.
Las interpretaciones acerca de lo!s resultados de esta carrera son muy diferentes en función de quienes las formulan. Por una parte, las entidades ligadas al lobby de automóvil han defendido siempre los notables progresos alcanzados en materia de reducción de los «índices de peligrosidad vial», esto es, del número y la gravedad de los accidentes ocurridos por unidad de distancia recorrida. Viajar en automóvil, alegan, es cada vez más seguro, pues se observa que la probabilidad de sufrir daños por accidente, por unidad de distancia recorrida, disminuye de modo constante desde hace muchos años: si hay más accidentes, es porque se disfruta de mucha más movilidad.
En el otro lado, los críticos de la ingeniería de seguridad vial alegan que los índices de accidentes por habitante, que es lo que finalmente interesa desde el punto de vista de la integridad física de los ciudadanos, no han disminuido o lo han hecho de modo mucho más modesto que los índices de peligrosidad vial. En la mayoría de los países que ya han alcanzado un elevado grado de motorización, la accidentalidad per cápita sigue sin experimentar reducciones importantes. Este es el caso de España, pero también de otros países europeos, así como de Estados Unidos y otros países con elevada motorización. Sólo un puñado de países de Europa central y septentrional, así como Japón, Canadá y Australia, han logrado en los últimos años algunos avances sustanciales, obtenidos con medidas distintas a las preconizadas por los enfoques típicos de la ingeniería de seguridad vial.
Hay diversas razones por las que la accidentalidad per cápita se resiste a bajar en la mayoría de los países que afrontan el problema con los enfoques clásicos de la ingeniería de seguridad vial. En primer lugar, la expansión indefinida del automóvil conlleva que las distancias medias recorridas por los ciudadanos sean cada vez mayores: la sociedad del automóvil aleja cada vez más los puntos en los que los ciudadanos realizan sus diversas actividades (residencia, trabajo, compras, relaciones sociales, ocio, vacaciones, etc.), obligando o induciendo a las personas a realizar cada vez más kilómetros en automóvil. De este modo, aunque los índices de peligrosidad por kilómetro disminuyan, el aumento de los kilómetros recorridos compensa esas disminuciones, y puede llegar a anularlas.
Pero además, como se verá a continuación, las investigaciones más recientes están indicando cada vez más claramente la inutilidad de muchas de las medidas típicas de la ingeniería de seguridad vial. Según estos nuevos enfoques, los logros reales conseguidos en algunos países en materia de seguridad personal respecto al automóvil se han debido a la maduración cultural de la población, mucho más que a las modificaciones técnicas introducidas en automóviles y carreteras.


[1] Publicado en Revista Sistema, n. 162/163. Volver ]



Sobre el documento

Este artículo fue editado previamente por el Instituto Juan de Herrera. Av. Juan de Herrera 4. 28040 MADRID. ESPAÑA. ISSN: 1578-097X y en Seguridad Sostenible del Instituto Internacional de Gobernabilidad