viernes, 24 de agosto de 2007

antigua sabiduria de Nativos Americanos

He oído palabras y más palabras, pero nada se ha hecho. Las buenas palabras no duran si no se convierten en hechos. Las palabras no pagan la muerte de mi pueblo. No pagan la pérdida de mi país, ahora invadido por los hombres blancos. No protegen la tumba de mi padre. No pagan mis caballos y mi ganado. Las buenas palabras no devolverán a mis hijos. Las buenas palabras no cumplirán la promesa de vuestro Jefe Guerrero, el general Miles. Las buenas palabras no devolverán la salud a mi pueblo ni evitarán que muera. Las buenas palabras no darán a mi pueblo un hogar donde pueda vivir en paz y cuidar de sí mismo.



Si el hombre blanco quiere vivir en paz con el indio, puede vivir en paz. No tiene por qué haber problemas. Tratad a todos los hombres por igual. Dadles la misma ley. Dadles a todos la misma oportunidad para vivir y crecer. Todos los hombres han sido creados por el mismo Jefe Gran Espíritu. Todos son hermanos. La tierra es la madre de todos los hombres, y todos los hombres deberían tener los mismos derechos sobre ella.



Todos hemos nacido de una mujer, aunque somos diferentes en muchas cosas. No nos pueden hacer de nuevo. Vosotros sois tal como os hicieron, y tal como os hicieron podéis seguir siendo. Nosotros somos tal como nos hizo el Gran Espíritu, y no podéis cambiarnos; entonces, ¿por qué habrían de pelearse los hijos de una misma madre y un mismo padre?, ¿por qué uno habría de engañar al otro? Yo no creo que el Jefe Gran Espíritu diera a una clase de hombres derecho de decir a otra clase de hombres lo que deben hacer.

Jefe Joseph de los nez percés, 1879.




Para nosotros, las grandes llanuras abiertas, las hermosas colinas onduladas y los ríos serpenteantes y de curso enmarañado, no eran salvajes. Sólo para el hombre blanco era salvaje la naturaleza, y sólo para él estaba la tierra infestada de animales salvajes y gentes bárbaras. Para nosotros era dócil. La tierra era generosa y estábamos rodeados de las bendiciones del Gran Misterio. Para nosotros no fue salvaje hasta que llegó el hombre velludo del este y con brutal frenesí amontonó injusticias sobre nosotros y las familias que amábamos. Cuando los mismos animales del bosque empezaron a huir de su proximidad, entonces empezó para nosotros el Salvaje Oeste.

Luther Oso Erecto, jefe sioux




Mi sol se ha puesto. Mi día ha terminado. La oscuridad va cubriéndome lentamente. Antes de tenderme para no levantarme más, quiero hablar a mi pueblo. Escuchadme, pues éste no es momento para decir mentiras. El Gran Espíritu nos creó, y nos dio esta tierra en la que vivimos. Nos dio el bisonte, el antílope y el ciervo para pudiéramos comer y vestirnos. Nuestros territorios de caza se extendían desde el Mississipi hasta las grandes montañas.

Éramos libres como los vientos y ningún hombre nos daba órdenes. Luchábamos contra nuestros enemigos y festejábamos a nuestros amigos. Nuestros valientes expulsaban a todos los que querían llevarse nuestra caza. Capturaban mujeres y caballos a nuestros enemigos. Nuestros hijos eran muchos y nuestros rebaños, grandes. Nuestros ancianos hablaban con los espíritus y hacían buena medicina. Nuestros jóvenes cazaban y hacían la corte a las muchachas. Allí donde estaba el tipi, allí nos quedábamos, y ninguna casa nos aprisionaba.

Nadie decía: «Hasta aquí es mi tierra, hasta allí la tuya». Entonces el hombre blanco, un extraño, llegó a nuestros territorios de caza. Le dimos carne y regalos, y le dijimos que fuera en paz. Observó a nuestras mujeres y se quedó a vivir en nuestros tipis. Llegaron otros como él y construyeron sus carreteras a través de nuestros territorios de caza.

Trajo entre nosotros el hierro misterioso que dispara.

Trajo con él el agua mágica que vuelve necios a los hombres. Con sus baratijas y abalorios incluso compró a la muchacha a la que yo amaba. Dije: «El hombre blanco no es un amigo, matémoslo». Pero su número era mayor que las hojas de hierba.

Hicieron desaparecer el bisonte y mataron a nuestros mejores guerreros. Se quedaron nuestras tierras y nos rodearon de vallas. Sus soldados acamparon fuera con cañones con los que disparar contra nosotros. Borraron el rastro de nuestro pueblo de la faz de las praderas. Obligaron a nuestros hijos a abandonar las costumbres de sus padres. Cuando me vuelvo hacia el este, no veo el alba. Cuando me giro hacia el oeste, la noche que se acerca lo oculta todo.

Testimonio de un anciano indio